La
Ley 41/2002 (LAP) hace mención expresa a la cuestión de la minoría de edad en
su art. 9.3. Según este precepto:
“Se otorgará el
consentimiento por representación en los siguientes supuestos: (...) c) Cuando el paciente menor de edad no sea capaz
intelectual ni emocionalmente de comprender el alcance de la intervención. En
este caso, el consentimiento lo dará el representante legal del menor, después
de haber escuchado su opinión, conforme a lo dispuesto en el artículo 9 de la Ley Orgánica 1/1996,
de 15 de enero, de Protección Jurídica del Menor.”
Así
pues, interpretando este artículo a sensu
contrario, el paciente menor de edad que sea capaz intelectual y
emocionalmente de comprender el alcance de la intervención podrá consentir ésta
por sí mismo, lo cual resulta plenamente coherente con lo establecido en el ya
referido art. 162.II.1 CC. Ahora bien, cuando no sea así, será su representante
legal quien otorgará el consentimiento.
Por
lo que respecta a la determinación de la madurez del menor, ésta no viene
vinculada de forma estricta a una determinada edad, sino únicamente a la
capacidad concreta para comprender los pros y los contras del tratamiento, así
como del alcance y consecuencias de su decisión. Para poder determinar dicha
capacidad, el profesional sanitario tendrá, en consecunciam que oir al menor. En
varias disposiciones, la normativa españala relativa a menores edad exige
recabar la opinión de estos de forma obligatoria cuando tengan doce años
cumplidos. No obstante, el derecho a ser oído debe ser repestado
independientemente de la edad del mismo, de acuerdo con lo previsto en el art. 9 de la Ley Orgánica 1/1996, de 15 de enero, de
Protección Jurídica del Menor, de modificación parcial del Código Civil y de la Ley de Enjuiciamiento Civil:
«1. El menor tiene derecho a
ser oído, tanto en el ámbito familiar como en cualquier procedimiento
administrativo o judicial en que esté directamente implicado y que conduzca a
una decisión que afecte a su esfera personal, familiar o social (…)».
Aunque este derecho a ser oído está legalmente circunscrito a
los supuestos en los que el consentimiento lo va a prestar el representante
legal, es evidente que debe ser aplicado de forma más amplia, y que el menor
debe ser oído antes en todo momento, muy especialmente para decidir,
precisamente, si tiene suficiente capacidad natural de juicio o, por el
contrario, si carece de ella y, en tal caso, recabar el consentimiento de sus
representantes legales.
Además,
la capacidad exigida no tiene por qué ser la misma en todo tipo de actos
médicos, pues hay algunos que por su complejidad necesitarán de un mayor
discernimiento de la persona que otros, que en principio cualquiera podría
entender. Será el médico que atiende al paciente menor en cada caso concreto
quién deberá determinar si éste reúne las condiciones de capacidad requeridas.
De ser ello así, la voluntad del menor será suficiente para amparar el acto
médico; de los contrario, el profesional sanitario deberá recabar el
consentimiento de sus representantes legales.
No
obstante lo anterior, cuando nos encontremos ante menores no emancipados o que
no hayan cumplido aún los dieciséis años, dada la dificultad práctica para
determinar la capacidad para consentir de éstos, parece aconsejable que el
médico consulte a los representantes legales antes de realizar cualquier
tratamiento, como práctica más fiable, y exija también su consentimiento,
especialmente si se trata de un acto médico de grave riesgo, pues no puede
olvidarse la función primordial de los padres y representantes legales de velar
por el menor, lo cual parece exigir su participación en el proceso deliberativo
y de toma de decisión.
De
esta forma, el médico podrá formarse correctamente su opinión acerca de la
madurez del menor para entender realmente los riesgos de la intervención a la
que va a ser sometido, lo cual supondrá su consideración o no como interlocutor
válido a los efectos de tomar la decisión oportuna para someterse o no a dicho
acto médico.
Pero
todo ello sin olvidar que, en ciertas circunstancias, el art. 9.3 LAP ampara la decisión de un médico de aceptar la
decisión tomada por un menor de edad, sin intervención de sus representantes
legales, si considera que se trata de un paciente plenamente capaz, atendiendo
a las circunstancias del hecho. No obtante, únicamente debería hacerse uso de
esta facultad en casos muy especiales (por ejemplo, cuando la decisión médica
de hacer intervenir a los padres del paciente menor pudiera afectar de un modo
negativo a la relación médico-paciente, como puede suceder en el caso de
consultas acerca de la sexualidad o las drogas, pues la práctica diaria
(esencialmente en atención primaria) muestra que mucho menores acuden a sus
médicos para resolver sus dudas, precisamente por la existencia de una garantía
de confidencialidad.
Por
otro lado, el art. 9.4 LAP establece, en primer lugar, que cuando se trate de menores emancipados o mayores de 16
años que no tengan su capacidad modificada judicialmente y que sean capaces
intelectual y emocionalmente de comprender el alcance de la intervención no
cabe prestar el consentimiento por representación. En realidad, esta
disposición no aporta nada nuevo al tratamiento jurídico del consentimiento de
los menores de edad, por lo que resulta totalmente superflua e innecesaria. A
lo sumo, permite extraer una presunción general de capacidad para
prestar un consentimiento válido en los menores emancipados (v. arts. 48 y 316
CC), pero ello va de suyo con la concesión de la emancipación (que por otra
parte, requiere haber cumplido dieciséis años, por lo que no tiene micho
sentido su mención expresa).
Sí
resulta de mayor interés el controvertido apartado segundo del referido art.
9.4 LAP:
«No obstante lo dispuesto en el párrafo anterior, cuando se trate de una
actuación de grave riesgo para la vida o salud del menor, según el criterio del
facultativo, el consentimiento lo prestará el representante legal del menor,
una vez oída y tenida en cuenta la opinión del mismo.»
Puede
plantear dudas el significado de “actuación de gave riesgo”, pues tanto podría
referirse al riesgo de la intervención médica para la salud del paciente, como
a la gravedad de la enfermedad en sí misma. En el primer caso, habría que
informar a los representantes legales del menor cuando la intervención médica
pueda afectar de una forma relevante a la salud del mismo; en el segundo,
habría que informar a los padres cuando la intervención médica pretenda tratar
una enfermedad especialmente grave. Tampoco debe descartarse que el precepto
analizado abarque ambos supuestos. En
todo caso, la apreciación de la situación de “grave riesgo” le corresponde al
facultativo.
Prof. Dr. Sergio Romeo Malanda
Profesor Titular de
Derecho Penal. Universidad de Las Palmas de Gran Canaria
Miembro del Comité
de Ética Asistencial del H Dr Negrín
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