domingo, 23 de diciembre de 2018

Bioética al Final de la Vida (1). Las dimensiones de la muerte.






“¿Qué te ha apartado de nosotros?”
“He leído a Plutarco”
“Y, ¿qué has aprendido?”
“Que, en el fondo, todos han sido humanos”
Goethe

Dentro de la “Bioética al Final de la Vida”, una vez tratado la “Adecuación del Esfuerzo Terapéutico”, las “Voluntades Anticipadas” y los “Cuidados Paliativos” en sesiones previas, abordamos en esta sesión las dimensiones de la muerte, la integridad y la dignidad al final de la vida, la comunicación de malas noticias y la eutanasia.
La muerte, desde los puntos de vista humano y bioético, debe contarse desde diferentes narrativas y perspectivas, todas ellas relevantes. Especialmente el punto de vista de la persona que está al final de su vida y de su entorno


La dimensión biológica de la muerte se gestiona médicamente y está relacionada con un mero hecho orgánico. Es un estado de privación de vida.
Su principal interés reside en certificarla por las razones éticas, jurídicas y políticas que representa. El certificado de defunción y su posterior registro tienen un valor instrumental necesario para una serie de procedimientos como el levantamiento y enterramiento, las donaciones de órganos, la tramitación de herencias, el inicio o determinación de prestaciones, el otorgamiento de pólizas de seguros y de planes de pensiones, la actualización de datos demográficos, la determinación de políticas de salud,…
Es un estado que se determina pero del que se desconoce en qué exacto momento se produce. Se certifica y se notifica a la familia y al registro.
Este mero acto encierra una relación médica singular. Desde la ética es una comunicación de malas noticias a su entorno. Aunque se espere y hayan estado o no preparados para este acontecimiento tan vital en el seno de una familia, cuando se notifica se ha de humanizar. Daremos apoyo, acompañamiento y consuelo. Daremos calma y pausas de silencios.
También, la información que se puede proporcionar aporta un valor material inestimable a este hecho biológico por las recomendaciones prácticas que se hagan en ese momento: buscar el DNI y recibos de la funeraria, qué ropa desean ponerle, qué religión profesa y qué ritual se siguen (en la religión católica, hablar con el párroco para la extremaunción y para la hora del acto religioso), donde lo van a velar, llamar a la funeraria para la cumplimentación del certificado, elección de la caja y del tanatorio, si el finado tenía ya planificado este momento, si tienen que avisar a alguien,…

La dimensión psicológica de la muerte depende si su visión es congruente con su realidad; en Canarias tenemos la socarrona expresión de que “si está para retirar” o no.
Depende la fase de adaptación de cada persona al final de su vida; para ilustrar este proceso tenemos el modelo de Elisabeth Klübe Ross, ideado para las personas con enfermedades terminales y moribundas, aunque posteriormente se extendió a la adaptación a otras circunstancias adversas de la vida: 
  1. La negación de la realidad incluso engañándose para no darse por enterado de la situación. Es un mecanismo de defensa.
  2. La aceptación genera primero una fase dominada por sentimientos de ira, cólera, resentimientos, envidias o rabia. La reactividad es exagerada. Se pregunta por qué le sucede esto a él y reacciona con agresividad ante la salud de los demás.
  3. Tras la ira viene la negociación. Predominan los deseos de posponer la realidad.
  4. La etapa depresiva sucede a la anterior. Los sentimientos son de pérdida, de culpabilidades y de vergüenza. Existe una fase inicial de tipo reactivo seguida de una fase preparatoria del devenir con tristezas, alejamiento de lo que ama y silencios.
  5. La aceptación de la muerte es la última etapa del camino. Adquiere cierta sensación de paz y de tranquilidad espiritual.
Respecto a la valoración de la aceptación de la propia muerte que acontecerá en un espacio más o menos breve, que aunque no comparta o no le complazca, la aceptación significa que no la considera como algo contrario a la realidad o como algo sin motivo o incorrecto, sino como algo que debería encuadrarse en el contexto de una muerte digna.
Esas ideas de irracional, contrario a la realidad, inmotivada o incorrecta se parecen más a reacciones de ira o depresión al pensar en la propia muerte. La tranquilidad implica que el dolor y sufrimiento está más o menos controlado, que existe apoyo emocional, que lo acompaña su familia, que está en su cama y que acepta su realidad; porque lo único que siempre ha tenido seguro es que iba a morir. Se satisface el derecho a una forma de morir que considera digna, donde rechaza tratamientos innecesarios, inseguros, insensatos, inclementes o inútiles, se adecua el esfuerzo terapéutico, se evita medidas extraordinarias, es adopta medidas proporcionadas y se puede acceder a una sedación paliativa.

La dimensión sociológica de la muerte tiene connotaciones según las culturas y las civilizaciones.
Las sociedades occidentales que se autodenominan las más avanzadas, no sólo trata de erradicar y negar la muerte, sino que pasan largos periodos luchando contra las enfermedades y contra el paso inexorable de los años, incuso de forma encarnizada y desproporcionada; batalla contra los factores de riesgos, como la hipercolesterolemia, la hipertensión arterial o la osteoporosis, y contra cualquier desviación de la normalidad, como la calvicie, la timidez o los niños hiperactivos, como si se trataran auténticas enfermedades. Se genera un importante gasto de oportunidad en tiempo, energía y dinero. Incluso se han acuñado términos como “pornoprevención”, definida como la prevención contra cualquier cosa, o la “zero visión”, como la quimera de la salud perfecta.
Con este deseo de la civilización occidental de ocultar la muerte, corremos el peligro de morir solos en asépticos hospitales, pasar nuestros velatorios en tanatorios con cierre nocturno y ser incinerados en lugar de un entierro y un nicho en un cementerio, suplantando y permutando los valores culturales de la muerte.

La dimensión biográfica de una muerte le da una dimensión humana a este tránsito.
Individualiza cada muerte. Supongamos a un forense que va a realizar la autopsia a una persona muerta de un tiro en el pecho; desde la perspectiva biológica puede que no haya diferencias; sólo la dimensión biográfica permite individualizarse; no es lo mismo que haya sido por un asesinato, un accidente de caza, un fusilamiento o una acción en acto de servicio.
El proceso de la propia muerte, cada persona lo vive de una forma diferente y determina conductas y comportamientos. La racionalidad del ser humano impide que podamos vivir como seres inmortales y por eso cada uno adopta posicionamientos diferentes frente a la propia muerte. Incluso el hecho de que los seres humanos somos mortales, no explica de modo alguno la propia muerte.
¿Cómo observamos nuestra propia muerte?. ¿Cómo es la dimensión biográfica de cada muerte?. ¿Vivimos realmente como seres mortales?.
Si se es consciente de la propia muerte, porque se padece de una enfermedad terminal o porque el tiempo ha pasado y ya es la hora, despliegue una conducta determinada ante ella y depende del nivel de aceptación que vaya adquiriendo. Eso le permite organizarse respecto a ella, en qué tengo sin resolver, qué legado voy a dejar o qué será de los míos.
De igual forma que ante la muerte propia, la dimensión biográfica marca diferencias ante la muerte ajena. Supongamos al mismo forense que va a hacer la autopsia del fallecido por un tiro en el pecho. Si es de alguien cercano, familiar, allegado, conocido o paciente, tendrá un dimensión, una consideración y un recuerdo individual, mientras que si es lejana, con quién no le une lazo alguno, sólo será crudamente biológica, lejana, no sentida. Los seres humanos no son intercambiables entre sí. Si se trata de una persona concreta conocida por nuestro anatomopatólogo, esta muerte adquiere connotaciones contradictorias o ambiguas.

Juan Antonio García Pastor
Médico de Familia y Comunitaria
Máster de Bioética
Presidente del Comité de Ética Asistencia del Hospital Dr Negrín


No quiero consuelo.
Quiero a Dios, quiero poesía, quiero peligro real, quiero libertad, quiero bondad, quiero pecado.
De hecho reclamo el derecho a ser infeliz, a envejecer, a ser feo e impotente; el derecho a padecer sífilis y cáncer; el derecho a tener muy poco para comer; el derecho a ser pésimo el derecho a vivir en constante aprehensión de lo que pueda suceder mañana; el derecho a ser torturado por dolores indescriptibles de todo tipo.
Los reclamo a todos.

Un Mundo Feliz, Aldous Huxley, 1977


Fuente: Tareas del alumno del tema 1: “Las dimensiones de la muerte”, de Jorge Aguerri, del módulo 7: “Fin de la Vida”, del Máster Interuniversitario de Bioética, III Edición, 2008-2009.



martes, 19 de junio de 2018

Psiquiatría y Ética (2): algunos aspectos sobre los tratamientos involuntarios y las medidas coercitivas




Respecto a la situación actual del enfermo mental, se podría decir que se encuentra definida por la búsqueda de un nuevo modelo de intervención en la que persiste una visión estigmatizante del enfermo. 
Los estigmas primitivos acerca del enfermo mental como alguien violento dan paso a estigmas más elaborados como el de piedad (siento pena y estaré preocupado, como resquicio de la beneficencia paternalista), el de coacción (obligación de tratamiento y de seguimiento) y de ayuda (se considera que los pacientes precisan ayuda en cualquier caso).
Todo ello lleva al establecimiento nuevamente una relación de asimetría.
Estos estigmas son valorables mediante el cuestionario AQ-27 de actitudes estigmatizantes hacia personas con enfermedad mental.




A esto hay que añadir el predominio de una actitud legalista defensiva en la base del empoderamiento del paciente que acampa desacopladamente sin haberse desarrollado una jurisprudección equitativa y en paralelo que comprenda todas las circunstancias y contextos posibles en el tratamiento del enfermo.

En este aspecto son de máxima actualidad los debates surgidos entorno a la figura del ingreso involuntario, el tratamiento ambulatorio involuntario y el uso de medidas coercitivas como las contenciones mecánicas.
Es necesario señalar que el dilema ético se establece en dos cursos extremos dobles:

  1. Por un lado, sitúa al paciente entre el sometimiento o desamparo y
  2. Por otro lado, a los profesionales entre la coacción o el abandono del enfermo.

Para afrontar este doble dilema de valores éticos donde entre el amparo y el no abandono frente a la autonomía del paciente existen una serie de aspectos a considerar.

Por un lado, la Constitución Española es el máximo garante del paciente y le ampara los derechos fundamentales del paciente acerca de la dignidad humana y el libre desarrollo de la personalidad (artículo 10), del derecho a la integridad física y moral (artículo 15) y el derecho a la libertad física (artículo 17) .
Por otro lado, dado que la enfermedad mental puede desembocar en conductas de abandono o autodestructivas con grave riesgo para sí mismo, el principio de solidaridad (para darle una subsistencia digna al enfermo mental) y el principio de seguridad (por el potencial peligro de comportamientos disruptivos perjudiciales para terceros) justificarían las medidas involuntarias y más coercitivas.

Los supuestos jurídicos del ingreso involuntario están en el artículo 763 de la Ley de Enjuiciamiento Civil. 

Se requerirá de una autorización judicial previa al internamiento, salvo que por razones de urgencia fuera necesaria la adopción de dicha medida; en este caso, tiene 24 horas para obtener la requerida ratificación del tribunal competente, que no puede durar más de 72 horas desde el ingreso.

Además es oportuno señalar en este sentido que será necesario valorar minuciosamente la capacidad del enfermo y no asociar el carácter de involuntariedad del ingreso de manera sistemática con una  pérdida de capacidad del paciente entendida ésta como un hecho inmutable durante el transcurso del mismo.
Se ve necesario una cierta especialización en psiquiatría de algunos órganos judiciales así como la creación de una medicina forense con competencias psiquiátricas específicas.



Respecto al tratamiento ambulatorio involuntario siguen la filosofía de la neoyorquina "Ley Kendra" con la que un juez ordena el tratamiento ambulatorio supervisado de un paciente con enfermedad mental capacitadas para vivir en sociedad y no precisan de estar hospitalizados.
Se señala que se podrían beneficiar pacientes con internamientos repetidos, continuas descompensaciones y que presenten graves alteraciones que suponen riesgo para él y para terceros.
Es esencial en este tratamiento tener en cuenta el principio de revisabilidad, el principio de la alternativa menos restrictiva o el principio de individualización entre otros.
Se propone como una opción menos restrictiva que el ingreso involuntario o que la promoción de una incapacidad siguiendo el supuesto de “quién puede en lo máximo, puede en lo mínimo”.
Con este tratamiento se pretende un beneficio directo para el paciente evitando recaídas y tratándose de un tratamiento totalmente excepcional.

Las contenciones mecánicas están amparadas en el artículo 27 de las recomendaciones del Consejo de Europa en su reunión de septiembre de 2004 concernientes a la protección de los derechos humanos y de la dignidad de las personas con enfermedad mental. 

La contención mecánica sólo se podrá emplear en instalaciones adecuadas, según el principio de mínima restricción, en proporción a riesgos existente, bajo supervisión médica, adecuadamente documentadas, seguimiento regular y registro de su motivo y, especialmente, de su duración.

En esta misma dirección también se pronuncia el Protocolo de contenciones IMSERSO, del Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad (2015) y las Consideraciones éticas y jurídicas sobre el uso de contenciones mecánicas y farmacológicas en ámbito social ysanitario, del Comité de Bioética de España (2016).
En ésta última se indica que el médico informará a la familia siempre de la finalidad, implicaciones y temporalidad de la contención.

Respecto a la contención mecánica es importante señalar  la variabilidad existente en su uso según el país y el dispositivo.
Estudios recientes señalan hacia la influencia de numerosos factores en el hecho de la utilización de la sujeción mecánica que abarcan desde la  percepción subjetiva del cuidador, su cualificación o la deshumanización en el trato hasta características estructurales de los dispositivos.
En cualquier caso, se recomienda seguir el principio de proporcionalidad basado en el juicio de idoneidad, sobre si son necesarias o si se pueden conseguir los mismos objetivos con otras medidas como la desescalada verbal, la contención ambiental, la utilización prudente de los fármacos, la formación de un personal empático o el juicio de la necesidad, sobre si son proporcionadas o bien ponderadas.




A no atar se aprende
El principal método para no atar a la gente
Es no querer hacerlo




Juana Teresa Rodríguez Sosa
Médica Psiquiatra
Miembro del Comité de Ética Asistencial del Hospital Dr Negrín






Psiquiatría y Ética (1): Concepción del enfermo mental a lo largo de la historia





La relación existente entre la Psiquiatria y la Ética se ha visto modificada por la concepción del enfermo mental en los diferentes períodos históricos.

En la época griega la enfermedad mental era un hecho sagrado. 
Fue en esta etapa cuando Hipócrates elabora su conocido Juramento que se mantendrá durante siglos primando el principio ético "primun non nocere", y cuando nace la búsqueda de la beneficencia del paciente y del modelo paternalista en la esencia de la práctica  médica.

En la Edad Media los pacientes se trataban como poseídos y se entendía la enfermedad mental como consecuencia del pecado. 
En esta época se realizan trepanaciones en la búsqueda de la piedra de la locura que pudiera explicar la supuesta necedad y laxitud moral de estas personas que las hacia merecedoras del castigo divino.



Extracción de la piedra de la locura
El Bosco, 1494
Museo del Prado

Más tarde, en el Renacimiento, se opta por abandonar al enfermo a su suerte en barcos a la deriva por los caminos fluviales de Europa. 
En contrapartida, Joan Gilabert Jofré creará en Valencia en 1409 el Hospital de los Santos Inocentes encargado del cuidado de los enfermos mentales.



La nave de los locos
El Bosco, entre 1490 y 1500
Museo del Louvre

En el siglo XVII, entendiendo que lo que distingue al ser humano de la bestia es la posesión de la razón, los enfermos mentales son tratados como seres inhumanos y se les hacina sin distinción alguna en lo que se daría en llamar “el gran asilo de las miserias humanas".

Posteriormente, con los valores de la Ilustración, surge la figura de Philippe Pinel que, promulgando la teoría moral, procede a la liberación de los enfermos de las cadenas en el hospital de la Saltpetriere y fundamenta el inicio de la ética del cuidado en Psiquiatria. 
Algunos de los preceptos en los que se basará la teoría moral son la obligación social de ayuda a los enfermos, el reconocimiento de la capacidad de autodeterminación de éste, así como la importancia de la terapia ambiental en el proceso de sanación. 
Sin embargo a pesar de este nuevo paradigma no se observarán cambios reseñables y duraderos en el cuidado del enfermo y en el siglo XX continuarán hacinados en los manicomios y siendo receptores en muchos casos de tratamientos invasivos y coercitivos.



Pinel a la Salpetriere
Robert Fleury, 1876
Hospital de la Salpetriere

A raíz del Código de Nuremberg en 1947, se resalta la necesidad del consentimiento voluntario del paciente en la realización de cualquier tipo de investigación o práctica. 
Estos principios son posteriormente ampliados en la Declaración de Helsinki (1964) y el Informe Belmont (1978), texto este último donde por primera vez se integran los principios éticos de beneficencia, autonomía y justicia. 
En 1979 se publica “Principios de la ética biomédica”, de James Childress y Tom Beauchamp, donde se profundiza en el proceso deliberativo y la ponderancia de estos principios.

Por otro lado, otro de los hitos que cambiarán definitivamente la relación médico paciente es el inicio de la farmacologia en 1950 con la introducción de la clorpromazina que permitirá la mejoría sintomática del paciente y el planteamiento de otras intervenciones desde el ámbito comunitario. 
Ante la esperanza inicial vendrán también las críticas y los recelos por  los efectos secundarios de los tratamientos y se abrirá la puerta a otros nuevos dilemas en relación con  la ética del tratamiento.  
El beneficio del tratamiento estará condicionado por la no maleficiencia (la influencia de la medicación en el empeoramiento de otros procesos fisiológicos del paciente) y asociado al principio de autonomía (las preferencias del paciente respecto al tratamiento de elección,  la dosis y el establecimiento de la mínima dosis eficaz).

A su vez, se empieza a vislumbrar un nuevo cambio en la visión del enfermo proveniente de la Antipsiquiatría, especialmente con Franco Basaglia, que critica fuertemente las instituciones psiquiátricas y los internamientos como fuente de deshumanización y coerción. 
Por otro lado otra de las aportaciones relacionadas con el cambio procederá de Estados Unidos donde Goerge Engel desarrolla el modelo biomédico para establecer una concepción unitaria biopsicosocial en el tratamiento del enfermo.




Finaliza el siglo XX con la desinstitucionalización del enfermo promovida por la Ley General de Sanidad del año 1986 y el cierre de los antiguos manicomios apostando por una concepción comunitaria de ayuda al enfermo.

En resumen, a día de hoy, la relación que se establece entre la ética y la psiquiatría es muy íntima. 
Las condiciones en el tratamiento del enfermo ya no son las mismas que en la antiguedad pero algunos elementos estructurales pueden hacer tender hacia la deshumanización del arte médico y hacia una pérdida de identidad del paciente ya por si mermada por la enfermedad.

El paciente acude al psiquiatra porque es su “ser mismo” el que le duele y no sólo ofrece el examen de un órgano sino de su intimidad e historia. El paciente no posee distancia entre él y su dolencia por eso su indefension es mayor. Lo cognitivo, afectivo, su identidad, sus deseos, sus decisiones se encuentran en la definición misma de su dignidad  y sus derechos. 

Es por eso por el que el imperativo ético es más exigente si cabe en la actual psiquiatría.



Juana Teresa Rodríguez Sosa
Médica Psiquiatra
Miembro del Comité de Ética Asistencial del Hospital Dr Negrín

lunes, 16 de abril de 2018

Toma de decisiones con pacientes menores de edad





La Ley 41/2002 (LAP) hace mención expresa a la cuestión de la minoría de edad en su art. 9.3. Según este precepto:

“Se otorgará el consentimiento por representación en los siguientes supuestos: (...) c) Cuando el paciente menor de edad no sea capaz intelectual ni emocionalmente de comprender el alcance de la intervención. En este caso, el consentimiento lo dará el representante legal del menor, después de haber escuchado su opinión, conforme a lo dispuesto en el artículo 9 de la Ley Orgánica 1/1996, de 15 de enero, de Protección Jurídica del Menor.

Así pues, interpretando este artículo a sensu contrario, el paciente menor de edad que sea capaz intelectual y emocionalmente de comprender el alcance de la intervención podrá consentir ésta por sí mismo, lo cual resulta plenamente coherente con lo establecido en el ya referido art. 162.II.1 CC. Ahora bien, cuando no sea así, será su representante legal quien otorgará el consentimiento.

Por lo que respecta a la determinación de la madurez del menor, ésta no viene vinculada de forma estricta a una determinada edad, sino únicamente a la capacidad concreta para comprender los pros y los contras del tratamiento, así como del alcance y consecuencias de su decisión. Para poder determinar dicha capacidad, el profesional sanitario tendrá, en consecunciam que oir al menor. En varias disposiciones, la normativa españala relativa a menores edad exige recabar la opinión de estos de forma obligatoria cuando tengan doce años cumplidos. No obstante, el derecho a ser oído debe ser repestado independientemente de la edad del mismo, de acuerdo con lo previsto en el art. 9 de la Ley Orgánica 1/1996, de 15 de enero, de Protección Jurídica del Menor, de modificación parcial del Código Civil y de la Ley de Enjuiciamiento Civil:

«1. El menor tiene derecho a ser oído, tanto en el ámbito familiar como en cualquier procedimiento administrativo o judicial en que esté directamente implicado y que conduzca a una decisión que afecte a su esfera personal, familiar o social (…)».




Aunque este derecho a ser oído está legalmente circunscrito a los supuestos en los que el consentimiento lo va a prestar el representante legal, es evidente que debe ser aplicado de forma más amplia, y que el menor debe ser oído antes en todo momento, muy especialmente para decidir, precisamente, si tiene suficiente capacidad natural de juicio o, por el contrario, si carece de ella y, en tal caso, recabar el consentimiento de sus representantes legales.

Además, la capacidad exigida no tiene por qué ser la misma en todo tipo de actos médicos, pues hay algunos que por su complejidad necesitarán de un mayor discernimiento de la persona que otros, que en principio cualquiera podría entender. Será el médico que atiende al paciente menor en cada caso concreto quién deberá determinar si éste reúne las condiciones de capacidad requeridas. De ser ello así, la voluntad del menor será suficiente para amparar el acto médico; de los contrario, el profesional sanitario deberá recabar el consentimiento de sus representantes legales.

No obstante lo anterior, cuando nos encontremos ante menores no emancipados o que no hayan cumplido aún los dieciséis años, dada la dificultad práctica para determinar la capacidad para consentir de éstos, parece aconsejable que el médico consulte a los representantes legales antes de realizar cualquier tratamiento, como práctica más fiable, y exija también su consentimiento, especialmente si se trata de un acto médico de grave riesgo, pues no puede olvidarse la función primordial de los padres y representantes legales de velar por el menor, lo cual parece exigir su participación en el proceso deliberativo y de toma de decisión.

De esta forma, el médico podrá formarse correctamente su opinión acerca de la madurez del menor para entender realmente los riesgos de la intervención a la que va a ser sometido, lo cual supondrá su consideración o no como interlocutor válido a los efectos de tomar la decisión oportuna para someterse o no a dicho acto médico.

Pero todo ello sin olvidar que, en ciertas circunstancias, el art. 9.3 LAP  ampara la decisión de un médico de aceptar la decisión tomada por un menor de edad, sin intervención de sus representantes legales, si considera que se trata de un paciente plenamente capaz, atendiendo a las circunstancias del hecho. No obtante, únicamente debería hacerse uso de esta facultad en casos muy especiales (por ejemplo, cuando la decisión médica de hacer intervenir a los padres del paciente menor pudiera afectar de un modo negativo a la relación médico-paciente, como puede suceder en el caso de consultas acerca de la sexualidad o las drogas, pues la práctica diaria (esencialmente en atención primaria) muestra que mucho menores acuden a sus médicos para resolver sus dudas, precisamente por la existencia de una garantía de confidencialidad.

Por otro lado, el art. 9.4 LAP establece, en primer lugar, que cuando se trate de menores emancipados o mayores de 16 años que no tengan su capacidad modificada judicialmente y que sean capaces intelectual y emocionalmente de comprender el alcance de la intervención no cabe prestar el consentimiento por representación. En realidad, esta disposición no aporta nada nuevo al tratamiento jurídico del consentimiento de los menores de edad, por lo que resulta totalmente superflua e innecesaria. A lo sumo, permite extraer una presunción general de capacidad para prestar un consentimiento válido en los menores emancipados (v. arts. 48 y 316 CC), pero ello va de suyo con la concesión de la emancipación (que por otra parte, requiere haber cumplido dieciséis años, por lo que no tiene micho sentido su mención expresa).

Sí resulta de mayor interés el controvertido apartado segundo del referido art. 9.4 LAP:

«No obstante lo dispuesto en el párrafo anterior, cuando se trate de una actuación de grave riesgo para la vida o salud del menor, según el criterio del facultativo, el consentimiento lo prestará el representante legal del menor, una vez oída y tenida en cuenta la opinión del mismo.»




Puede plantear dudas el significado de “actuación de gave riesgo”, pues tanto podría referirse al riesgo de la intervención médica para la salud del paciente, como a la gravedad de la enfermedad en sí misma. En el primer caso, habría que informar a los representantes legales del menor cuando la intervención médica pueda afectar de una forma relevante a la salud del mismo; en el segundo, habría que informar a los padres cuando la intervención médica pretenda tratar una enfermedad especialmente grave. Tampoco debe descartarse que el precepto analizado abarque ambos supuestos.  En todo caso, la apreciación de la situación de “grave riesgo” le corresponde al facultativo.


Prof. Dr. Sergio Romeo Malanda
Profesor Titular de Derecho Penal. Universidad de Las Palmas de Gran Canaria
Miembro del Comité de Ética Asistencial del H Dr Negrín





Toma de decisiones con pacientes con la capacidad judicialmente modificada





La Ley 41/2002, de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica (en adelante, LAP) recoge el marco jurídico general en materia biomédica. Esta Ley señala en su art. 2.3 que el paciente tiene derecho a decidir libremente entre las distintas opciones clínicas disponibles “después de recibir la información adecuada”. Esta información deberá prestarse en términos comprensibles para el paciente o para las terceras personas que accedan a la misma (bien porque deban consentir en su lugar, bien porque el paciente lo ha permitido de manera expresa o tácita), lo que significa que deberá adaptarse a su nivel intelectual y cultural, evitando en lo posible el recurso al lenguaje técnico (cfr. arts. 4.2 y 5.1 y 2 LAP).

En el art. 9 LAP se recogen los supuestos en los que se exime al médico de recabar el consentimiento del paciente (apartado 2) así como aquellos otros casos en los que, aun siendo necesario el mismo, éste no provendrá de la persona que se somete a la intervención médica de que se trate, sino una tercera persona (apartados 3 y siguientes).

En el primero de los casos (falta de consentimiento absoluta) se incluyen aquellos supuestos en los que la Ley prevé como obligatoria la intervención, independientemente de la voluntad del sujeto (por ejemplo, si existe riesgo para la salud pública), así como los casos en los que la persona, atendiendo a las condiciones en las que se encuentra (por ejemplo, en estado de inconsciencia) y a la urgencia del caso, no puede esperarse a recabar el consentimiento, bien del paciente, bien de una tercera persona.

Por otro lado, bajo el término de “consentimiento por representación” (falta de consentimiento relativa, pues consentimiento existirá, aunque no provenga del paciente) se hace alusión a aquellos supuestos en los que la persona objeto de la intervención médica no puede consentir porque no tiene la capacidad suficiente para comprender el acto al que va a ser sometido, por lo cual debe prestar el consentimiento para validar el acto médico una tercera persona. Aquí incluye la LAP, en el apartado tercero del art. 9, a las personas (se supone, mayores de edad, pues posteriormente se refiere expresamente a los menores) incapaces de hecho (por ejemplo, un anciano con la capacidad mental disminuida), a las personas con capacidad modificada judicialmente (término que sustituye al de incapacitado a fin de adecuar la normativa española a la Convención de las Naciones Unidas sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, hecha en Nueva York el 13 de diciembre de 2006) y a los menores de edad sin suficiente capacidad de juicio, si bien, en este último caso, el legislador prevé ciertas limitaciones también en el caso de los menores maduros.

De acuerdo con el art. 9.6 LAP, en aquellos casos en los que el consentimiento haya de otorgarlo el representante legal o las personas vinculadas al paciente por razones familiares o de hecho, la decisión deberá adoptarse atendiendo siempre al mayor beneficio para la vida o salud del mismo. Las decisiones que sean contrarias a dichos intereses deberán ponerse en conocimiento de la autoridad judicial para que adopte la resolución correspondiente, salvo que, por razones de urgencia, no fuera posible recabar la autorización judicial, en cuyo caso los profesionales sanitarios podrán adoptar las medidas necesarias para garantizar la vida o salud del paciente, amparados por las causas de justificación de cumplimiento de un deber y de estado de necesidad.

Finalmente, cabe añadir que en el art. 9.6 de la LAP:

«la prestación del consentimiento por representación será adecuada a las circunstancias y proporcionada a las necesidades que haya que atender, siempre en favor del paciente y con respeto a su dignidad personal. El paciente participará en la medida de lo posible en la toma de decisiones a lo largo del proceso sanitario. Si el paciente es una persona con discapacidad, se le ofrecerán las medidas de apoyo pertinentes, incluida la información en formatos adecuados, siguiendo las reglas marcadas por el principio del diseño para todos de manera que resulten accesibles y comprensibles a las personas con discapacidad, para favorecer que pueda prestar por sí su consentimiento.»




Según el art. 162.II.1 del Código Civil (en adelante, CC), «los padres que ostenten la patria potestad tienen la representación legal de sus hijos menores no emancipados. Se exceptúan: 1.º Los actos relativos a derechos de la personalidad u otros que el hijo, de acuerdo con las Leyes y con sus condiciones de madurez, pueda realizar por sí mismo». Aunque este precepto se refiere a los menores sujetos a patria potestad, la doctrina lo considera aplicable, por analogía o por interpretación extensiva, también a los menores sujetos a tutela y a las personas con capacidad modificada judicialmente. De este modo, si aplicamos este precepto también a las personas con capacidad modificada judicialmente, la conclusión a la que se llega es que corresponde a la propia personas con capacidad modificada judicialmente, si tiene suficientes condiciones de madurez, ejercitar sus derechos de la personalidad, de forma que sólo en ausencia de las indicadas condiciones el tutor de la personas con capacidad modificada judicialmente o, eventualmente, su curador, podrán intervenir en este ámbito. Lo decisivo, pues, para el ejercicio de estos derechos es la posesión de ciertas condiciones de madurez, que es una situación fáctica y no depende de la condición de menor o personas con capacidad modificada judicialmente.

Así pues, en principio, la prestación del necesario consentimiento para someterse a cualquier tipo de acto médico debería corresponder exclusivamente a la personas con capacidad modificada judicialmente si reúne las condiciones de madurez suficientes, pues no cabe duda alguna de que la salud, la vida o la integridad personal entran en el campo de los derechos de la personalidad y éstos no son transferibles ni representables, siempre que se esté en posesión de un grado de madurez suficiente como para resolver la situación. Además, hay que tener en cuenta que la modificación judicial de la capacidad por sí misma, aunque conlleve el sometimiento a tutela, no afecta a la esfera personal de la persona con capacidad modificada judicialmente.



Así se desprende también del art. 9.3.b) LAP, cuando establece que "se otorgará el consentimiento por representación en los siguientes supuestos: (...) Cuando el paciente tenga la capacidad modificada judicialmente y así conste en la sentencia." Por lo tanto deberá tenerse en cuenta, en todo caso, el alcance de la sentencia de incapacitación, esto es, no cabe entender que la incapacitación con sometimiento a tutela implica la pérdida de la posibilidad de ejercicio de los derechos de la personalidad de la persona con capacidad modificada judicialmente, salvo que la sentencia de incapacitación diga lo contrario.

Podría suceder que la sentencia de incapacitación prevea la necesidad de consentimiento por parte del representante legal, pero que el médico entienda que el paciente tiene plena capacidad de juicio (por ejemplo, porque está en un momento de lucidez). En este caso, y siendo la voluntad del paciente y del representante legal contrapuesta, quedaría abierta la vía judicial para que se fije correctamente, a través de los medios oportunos, la capacidad o no del paciente con capacidad modificada judicialmente.


Prof. Dr. Sergio Romeo Malanda
Profesor Titular de Derecho Penal. Universidad de Las Palmas de Gran Canaria
Miembro del Comité de Ética Asistencial del H Dr Negrín